“Tengo sed” Juan 19:28

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Tengo Sed

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Juan 19:28 Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado, dijo, para que la Escritura se cumpliese: Tengo sed.
Durante las largas y angustiosas horas que culminaron en este momento de la Cruz, Nuestro Señor Jesucristo jamás llamó la atención sobre sí mismo, ni buscó la compasión de los curiosos. A las mujeres que lloraban por el trance en el que estaba, les dijo que lo hicieran por sus propias vidas, a causa de lo que les sucedería más adelante. La única excepción es esta, cuando reconoce sus sentimientos y clama a gran voz diciendo: “Tengo sed”.
Se ha señalado que el Señor quería un trago para calmar la sed y poder así hacer acopio de todas sus fuerzas para los momentos previos a la muerte: a fin de estar en disposición de encomendarse consciente y voluntariamente a su Padre celestial y despedir de su cuerpo a su propio espíritu, después de haber cumplido lo que se había propuesto.
Pero deberíamos reparar en que Jesús no pidió de beber, sino que se limitó a declarar su condición.
Sabemos que uno de los hombres que estaban cerca le trajo un poco de vinagre en una esponja y lo levantó con una vara hasta la boca del Señor; y sabemos que Nuestro Señor aceptó el vinagre sorbiéndolo de la esponja.
1. LA GRANDEZA DEL SUFRIMIENTO DE JESUS 2. LA HUMANIDAD DEL SEÑOR JESUCRISTO 3 EL CUMPLIMIENTO DE LAS PROFECIAS
LA GRANDEZA DEL SUFRIMIENTO DE JESÚS
Probablemente la crucifixión sea la forma más cruel y dolorosa de morir: el dolor que causa es al mismo tiempo insoportable y prolongado. Nuestro Señor estuvo seis horas en la Cruz antes de entregar su espíritu; aunque otros vivían mucho más en aquella espantosa y atormentada suspensión. La sangre abandonaba el cuerpo del reo poco a poco causando la deshidratación y una sed cada vez mayor. En el Salmo 22 leemos las palabras que describen esta experiencia: “Como un tiesto se secó mi vigor, y mi lengua se pegó a mi paladar, y me has puesto en el polvo de la muerte” (Sal. 22:15).
La última vez que el Señor había bebido antes de aquello fue en la Pascua: cuando en el Aposento Alto compartía la última cena con sus discípulos, la noche en que fue entregado. Desde allí había andado hasta Getsemaní, en donde pasó varias horas orando, preparándose para lo que implicaba la Cruz: la copa amarga que tenía que beber.
Al parecer, angustiado en su espíritu sudó entonces grandes gotas de sangre. Luego vino la traición de Judas con un beso —parodia de amistad y discipulado—; a continuación su arresto; y después, en rápida sucesión, sus cuatro injustos juicios. Primeramente lo llevaron al sumo sacerdote Caifás, luego ante Pilato, seguidamente le hicieron comparecer precipitadamente delante del rey Herodes y, por último, otra vez ante Pilato.
Apenas podemos enumerar las humillaciones que sufrió Nuestro Señor Jesucristo: los esputos en el rostro, la mesadura de su barba, el verse ataviado con un falso manto real y que le pusieran en la cabeza una corona (pero de espinas). Además lo azotaron: un castigo tan severo en sí mismo que algunos prisioneros habían muerto al sufrirlo.
Después de todo aquello, tuvo que recorrer las calles —llenas de asistentes a la Pascua— hasta el lugar de la ejecución, cargando con su pesada cruz; trayecto en el que fue finalmente ayudado por un transeúnte, obligado por los soldados a llevar un extremo de la cruz, porque el Señor tropezaba bajo su peso. Este fue el único gesto de ayuda que recibió durante aquellas largas horas de tormento y de crueldad.
Llegando por fin al monte Calvario, obligaron a Jesús y a los dos delincuentes a tenderse sobre sus cruces, mientras les enclavaban las manos y los pies; después de lo cual las cruces fueron levantadas —con las víctimas colgadas de ellas en angustioso dolor— y dejadas caer con violencia en los agujeros que tenían preparados en el suelo.
Nuestro Señor Jesucristo, “que no conoció pecado”, debe de haber tenido una sensibilidad al dolor superior a la del hombre corriente: el pecado endurece nuestra naturaleza humana; pero Jesús no había conocido el efecto del orgullo, del odio o de la maldad, los cuales embotan la conciencia y envilecen la personalidad del hombre, por lo que habrá sentido la angustia del dolor y del sufrimiento en toda su intensidad.
Durante tres horas el Sol estuvo cayendo implacablemente y una chusma de hombres, mujeres y niños, incitados por gente malintencionada, se agolpó a su alrededor burlándose, mofándose y ridiculizándole; y a lo largo de las tres horas siguientes hubo una misteriosa oscuridad, durante la cual el Señor experimentó la negrura del abandono y de la separación del Padre, agobiado como estaba bajo los pecados del mundo. Como dice Isaías: “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Is. 53:6).
Solo después de que las tinieblas se hubieran disipado, cuando ya había pagado por el pecado y la obra de la redención estaba casi terminada, Jesús sintió su propia necesidad y exclamó: “Tengo sed”. Fue casi como el grito de alguien que ya percibe su victoria.
Es difícil encontrar una analogía humana para esta experiencia, pero podríamos pensar en un atleta que corre con todos sus nervios en la máxima tensión para ganar una carrera. Al tocar la cinta y poder por fin aflojar un poco su tremendo esfuerzo, empieza a sentir severamente las punzadas y los dolores en sus miembros, y su cuerpo le pide a gritos agua y descanso.
La preocupación imperiosa de Nuestro Señor Jesucristo en la Cruz era la redención del mundo. Estaba allí para llevar los pecados del mundo, para pelear con el diablo por las almas de los hombres. Sin minimizar su padecimiento, podemos decir que la tarea le resultaba tan absorbente que no hizo caso de sus propios sufrimientos:
No tuvo lágrimas para sus padecimientos,pero derramó gotas de sangre por los míos.
Cuando la obra estaba casi terminada le quedó tiempo para darse cuenta de sus sufrimientos y exclamó: “Tengo sed”. No lo hizo derrotado, sino como un vencedor agotado por la batalla. Juan lo expresa con estas palabras: “Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado, dijo, para que la Escritura se cumpliese: Tengo sed”.
LA HUMANIDAD DEL SEÑOR JESUCRISTO
De este aspecto del sufrimiento de Cristo en la Cruz también emerge el pensamiento de que Jesús es tanto humano como divino: las dos naturalezas se hallaban perfectamente fundidas. Todo lo de Dios en su naturaleza divina; todo lo del hombre —salvo el pecado— en su naturaleza humana. Un ser perfecto como nunca ha habido ni puede haber otro igual: porque Dios es Dios y el hombre hombre, y ninguno de los dos es lo que es el otro. Y sin embargo, Dios Hijo —nacido de María— se convirtió en el Hijo del Hombre: Dios y hombre a la vez en una sola persona.
Como Dios, Jesús estaba con su Padre: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios” (Jn. 1:1). Fue su agente en la creación del mundo: “Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho fue hecho” (Jn. 1:3). Como hombre, nació como un bebé de María, creció, aprendió, habló, rio y lloró. Cristo era plenamente divino y completamente humano.
Ambos aspectos de su persona fueron evidentes durante la vida y la obra de Nuestro Señor en la Tierra: como Dios ordenó que Lázaro saliese de la tumba; como hombre lloró por su amigo. Como hombre lo vemos tan cansado que aun el mar agitado por la tempestad no le despierta de su sueño; como Dios se pone en pie y reprende al viento y al mar y los calma de inmediato.
En la Cruz vemos en Jesucristo a Dios y al hombre: a Dios ofreciendo perdón y vida eterna inmediatos a un delincuente arrepentido de otra cruz; al hombre, cuando experimenta sed. He aquí un misterio y un aspecto maravilloso del Evangelio: en él tenemos a uno que es Dios y puede ser, por tanto, nuestro Salvador; pero al mismo tiempo se trata de alguien que ha experimentado las debilidades y limitaciones humanas. Con frecuencia, cuando llega la tragedia o el luto, la gente se pregunta: “¿Por qué permite Dios que esto suceda, si es un Dios de amor?”. Y la única respuesta a esto es que Dios también conoce el sufrimiento, y que en su Hijo Jesucristo ha experimentado el dolor humano en un grado mayor que ningún otro hombre: “En toda angustia de ellos él fue angustiado” (Is. 63:9). Cristo era capaz de “compadecerse de nuestras debilidades”.
Nuestro Dios es un Dios de amor que se compromete e identifica con nosotros: como demostró con su propio sufrimiento en el Calvario. Por muy triste que sea nuestra suerte o trágicas nuestras circunstancias, tenemos un Dios a quien podemos acudir: que es compasivo con nosotros, se preocupa por nosotros, y ha descendido en medio de nuestro sufrimiento y padecido más que nosotros para acabar con el pecado y darnos vida nueva.
EL CUMPLIMIENTO DE LAS PROFECÍAS
Esas simples y claras palabras —“Tengo sed”— aportan más pruebas —si acaso fueran necesarias— de que Jesús es ciertamente el Salvador del mundo. Lo extraordinario acerca de la Crucifixión es que cada suceso relacionado con ella se predice en el Antiguo Testamento y cada predicción se cumple al pie de la letra. Juan comenta este hecho una y otra vez en su Evangelio: “Estas cosas sucedieron para que la Escritura se cumpliese”.
Un ejemplo de ello lo tenemos en el capítulo 19, versículos 34 al 37: “Pero uno de los soldados le abrió el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua. Y el que lo vio [es decir, Juan mismo] da testimonio, y su testimonio es verdadero; y él sabe que dice verdad, para que vosotros también creáis. Porque estas cosas sucedieron para que se cumpliese la Escritura: No será quebrado hueso suyo. Y también otra Escritura dice: Mirarán al que traspasaron”.
Ciertamente una de las mayores pruebas de la inspiración de la Biblia es el cumplimiento de las profecías veterotestamentarias: hay demasiadas, y son demasiado precisas, para desestimarlas o pasarlas por alto. La crucifixión no se conocía en tiempos del Antiguo Testamento —era la forma brutal de aplicar la pena de muerte inventada por los romanos— y, sin embargo, David, para quien era desconocida, describe —guiado por el Espíritu Santo— la muerte del Mesías de esta manera.
Luego tenemos en el Salmo 69, un salmo mesiánico, la referencia a la sed de Cristo (v. 21), la cual podemos comparar con Juan 19:29: “Jesús […] dijo: Tengo sed”.No podemos pensar que Jesús estuviera cumpliendo conscientemente todas las cosas que habían sido profetizadas acerca de su muerte y que Él recordaba —creer eso lo convertiría en poco menos que un actor interpretando una obra teatral—; pero Juan está tan ansioso por demostrar que Cristo es el Mesías que pone de relieve este aspecto de la Crucifixión.
EL TRASFONDO DE ESTAS PALABRAS
Si consideramos los relatos que hacen Mateo, Lucas y Juan de este suceso en particular, vemos que al Señor ya le habían ofrecido de beber: antes, durante y después de la crucifixión: “Y cuando llegaron a un lugar llamado Gólgota, que significa: Lugar de la Calavera, le dieron a beber vinagre mezclado con hiel; pero después de haberlo probado, no quiso beberlo” (Mt. 27:33–34). El que le ofrecieran esa extraña bebida fue un acto humanitario, ya que la misma estaba reconocida generalmente como un narcótico, y se les daba a los reos para reducir un poco sus sufrimientos durante la crucifixión. Pero el Señor rechazó aquella bebida.
Jesús estaba preparado para afrontar todo el impacto y la embestida de la agonía física, y deseaba mantener la mente lo más clara y lúcida posible mientras llevaba a cabo la imponente tarea que había sido predestinada para Él desde toda eternidad. Al tomar sobre sí mismo el pecado del mundo y pagar la sanción que correspondía a este, no aceptó nada que pudiera actuar como sedante para embotar sus facultades o disminuir su dolor.
Durante las tres primeras horas que Jesús pasó en la Cruz, los soldados se burlaban entre sí: probablemente el hecho de que hubiera rechazado la bebida que le ofrecieron los inducía a martirizarle, y tal vez estarían bebiendo del vinagre hasta saciarse mientras el Señor se hallaba colgado encima de sus cabezas. “Y los soldados también le escarnecían —dice Lucas—, acercándose y presentándole vinagre” (Lc. 23:36). Tal es la falta de humanidad del hombre para con sus semejantes: lo atormentaban con su vino, elevándoselo casi hasta los labios y luego retirándolo para hacer peor sus aflicciones. Pero pronto aquellas extrañas tinieblas hicieron su aparición, frenando las burlas y ocultando los peores sufrimientos de Cristo de la mirada desvergonzada de los hombres. En su agonía final, Jesús exclamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”.
Luego las tinieblas empezaron a remitir y muy pronto el Señor entregó su vida. Las tres cosas siguientes que dijo se sucedieron rápidamente. Al clamar “Tengo sed”, un soldado se le acercó —ahora sin escarnio, antes bien con actitud sincera— y le aproximó una esponja empapada en vinagre a los labios. Mateo indica que apretó dicha esponja una y otra vez contra los labios de Jesús, para que este pudiera beber y beber. Ese parece haber sido el único acto aislado de bondad que las multitudes tuvieron con el Señor Jesucristo durante aquellas largas y dolorosas horas. Sería reconfortante pensar que aquel soldado estaba mostrando signos de un cambio en su actitud hacia el Señor y que la gracia actuaba así en su corazón. Puede que Jesús le haya dicho a ese hombre: “Porque tuve sed y me diste de beber”.
Hay, sin embargo, una sed distinta de la física. A la mujer que estaba al lado del pozo, Jesús le dijo: “Dame de beber” (Jn. 4:7). Y así fue como entabló conversación con ella. Tal vez el Señor no bebiera de aquella agua que la mujer sacó, pero enseguida comenzó a hablarle a ella del agua que Él ofrecía: “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú le pedirías, y él te daría agua viva […]. Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed; mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (Jn. 4:10, 13–14). Cuando vamos a Él y recibimos de su mano el agua de vida que Él nos brinda, entonces bebemos y vivimos, y experimentamos esa frescura en lo profundo de nuestras almas.
Oí la voz del Salvadordecir: “¡Venid, bebed.Yo soy la fuente de saludque apaga toda sed!”.Con sed de Dios, del vivo Dios,busqué a mi Salvador;lo hallé, mi sed Él apagóy hoy vivo en mi Señor.
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